—¡Vamos a jugar a los poderes!
—¡Dale!
—¡Sí!
—¡Y que yo era Batman!
—¡Y yo era El Zorro!
—¡Yo soy Ben10!
—¡Y yo soy Batman!
—No... Batman ya es él...
—Entonces soy el Hombre Araña
—¡Y yo soy la Mujer Maravilla!
—No, vos sos mi mujer y hay que protegerte del mal.
—No, soy la Mujer Maravilla.
—No, vos sos mi mujer.
—¡La Mujer Maravilla!
—¡Vos no podés tener poderes!
—¡¿Por qué no puedo tener poderes?!
—¡Porque sos mujer!
—¡Y vos sos re feo, y nadie te dijo nada!
—¡Dale!
—¡Sí!
—¡Y que yo era Batman!
—¡Y yo era El Zorro!
—¡Yo soy Ben10!
—¡Y yo soy Batman!
—No... Batman ya es él...
—Entonces soy el Hombre Araña
—¡Y yo soy la Mujer Maravilla!
—No, vos sos mi mujer y hay que protegerte del mal.
—No, soy la Mujer Maravilla.
—No, vos sos mi mujer.
—¡La Mujer Maravilla!
—¡Vos no podés tener poderes!
—¡¿Por qué no puedo tener poderes?!
—¡Porque sos mujer!
—¡Y vos sos re feo, y nadie te dijo nada!
Las monjas del barrio decidieron aprovechar la casa que les habían
donado para usarla como sala de velatorio comunitaria.
El negocio no tuvo mucho éxito: la mayoría de los tiroteos no
dejaban muertos, sólo impactos de bala en la puerta de alguna casa puntual como
señal de que tenían que irse a vender merca a otra parte; y sólo muy de vez en
cuando quedaba algún rengo, pero eso ya era curro para los fabricantes de
muletas.
Después de un par de funciones a cajón cerrado y con muy poca
concurrencia, decidieron ver si ese diminuto grupo de creyentes menores de 60
años tenía un mejor plan para la casa, y sí, efectivamente lo tenían. Era una
idea bastante sencilla, pero convocante, aunque tampoco era muy difícil superar
a la anterior.
Pintaron el inmueble con colores vivos, sacaron la cruz gigante
clavada arriba de la puerta y pusieron un cartel bastante esmerado que decía
“Casa de Jóvenes”. Quedó un lugar más atractivo y menos eclesiástico, quizás lo
primero debido a lo segundo.
Había gente todos los días, principalmente por la tarde, y más que
nada los fines de semana, cuando venía un grupo de chicos.
De otro barrio, los chicos. Lo llevaban en la ropa, y en la boca.
Sobretodo en la boca.
Al principio les decían “los chetitos”, cuando todavía nadie se
aprendía sus nombres, y cuando se los miraba con desconfianza. Y cuando todavía
eran varios…
Recibían una ayuda económica por parte del sacerdote de otra
iglesia, para incentivar la participación de pibes de otros barrios en
actividades no estrictamente religiosas.
Cocinaban para los chicos de la zona y organizaban juegos para que
pasen la tarde, y también les ayudaban con las tareas de la escuela.
Empezaban a ganarse el afecto de la gente, cuando el grupo de
organizadores empezó a desintegrarse. La repentina interrupción de la ayuda
económica que recibían los dejó con cada vez menos recursos para sostener todo
lo que acostumbraban darle a los pibes.
—Esa casa no seguiría si no fuera por ese pibe- decía mi viejo
sujetando una bolsa blanca entras las manos, mientras un enjambre de nenes nos
rodeaban locos de alegría con juguetes recién sacados de sus envolturas-. Ese
pibe y la otra chica, que no sé si será la novia o qué; ellos hicieron todo.
El pibe en cuestión era uno de los que arrancó el proyecto y es hijo
de un reconocido cirujano del hospital Cullen o del Iturraspe, ahora no me
acuerdo.
El loco, que estudia medicina y saca de su propio bolsillo para
financiar todas las actividades en la Casa de Jóvenes, quiso para estas fiestas
regalarle a los chicos unos juguetes, y un mate a cada comerciante del barrio
que le hizo descuentos durante el año para que él pudiera cocinarles a los nenes
y ayudarles con materiales para la escuela…
—Qué bárbaro, che… Hay cada historia…!-decía mi viejo, mientras
metía la mano en la bolsita blanca y sacaba un robusto mate-. Pero mirá, qué belleza…
-y mientras desviaba la vista y esbozaba una tímida sonrisa, añadió-. Justo el
tipo de mates que te gustan a vos… Y yo no te regalé nada todavía… Felicidades.
Monzón saltaba encima del escritorio. Leguizamón caminaba sobre las mesas. El pibe que siempre tenía los ojos rojos golpeaba las paredes con las palmas. No me acuerdo quiénes más estaban, ni qué estaban haciendo, pero sí me acuerdo que todos hacían mucho ruido, disfrutando ese breve instante de anarquía y de revolución hormonal adolescente.
Pero todos, absolutamente todos, se quedaron quietos en el mismísimo instante en que escucharon, a lo lejos, el primer paso de un caminar aborcegado, dispar y firme.
Un paso leve, casi inaudible; el otro, pesado, sonoro y rotundo. Uno, DOS, uno, DOS.
Los pasos estaban cada vez más cerca. Si se estuvieran alejando hubiéramos empezado a burlarnos, a reírnos exageradamente de chistes sin mucho cerebro y con poquísima gracia, pero que servían para disipar un poco esa sensación de miedo o respeto que tanto nos avergonzaba admitir. Si se estuvieran alejando... Pero no.
Finalmente la puerta del salón se abrió, y entró un pie calzado con un zapato negro, brilloso, impecablemente lustrado, y con una plataforma un tanto más alta de lo normal. Luego ingresó el otro pie, con el otro zapato, cuya suela era más delgada. Y sobre esos zapatos dispares, un pantalón gris, planchadísimo, una camisa blanca escondida dentro de un pulóver negro con rombos grises y olor a lavandería; y una cara de tez blanca, fría y quebradiza, una pequeña boca de labios delgados y sangre coagulada, apretados en un gesto de silencio, como si no practicara con demasiada frecuencia esa cosa rara de hablar… Arriba, el pelo engominado, pulcramente peinado hacia un costado, resistiendo la edad que las arrugas de los ojos delataban, y la calvicie que las entradas en su frente prometían...
Y esos ojos… esos diminutos ojos negros, secos, apagados, bajo unas finas cejas; rectas, severas…
¿Cómo podía tener alguien una mirada así? ¿Qué podría haber hecho, qué podría pensar, qué podría desear con frecuencia para que toda su cara termine teniendo ese aspecto…?
Me daba asco. Siempre haciendo que la gente se apartara cuando él pasaba, o se callara, o se quedara quieta, o simplemente se incomodara; incluso si no estaban haciendo nada malo. Hasta los mismos profesores cambiaban de actitud cuando lo veían. Las sonrisas sinceras se transformaban, al verlo, en gestos de simple cortesía forzada.
Yo tenía buena conducta y me iba bastante bien en las materias, pero por más que no tenía nada por lo que me pudieran cagar a pedos, igual me ponía nervioso cuando empezaba a escuchar ese uno, DOS, uno, DOS…
Todo eso fue haciéndose más sospechoso cuando empecé a participar en la movida para que en mi escuela volviera a haber un centro de estudiantes. Fue ahí cundo se fueron dando situaciones en que él me miraba al pasar, con esos ojos de mierda y ese puto uno, DOS, uno, DOS…
Viejo alcahuete.
Un día estábamos en el salón con unos compañeros hablando con la preceptora, y por algún motivo que no me acuerdo, salió el tema de lo incómodos que nos hacía sentir el tipo. Era la primera vez que hablábamos de eso, no sólo con la preceptora, sino entre nosotros mismos, y eso que veníamos cursando juntos desde hacía varios años, además del hecho de que la mayoría de mis compañeros eran pibes muy curtidos por la vida, con mucha calle y sin demasiadas susceptibilidades. Hablar de esa cuestión me pareció preocupante, porque significaba que yo no era el único que pensaba estas cosas.
—Lo torturaron, chicos…- nos dijo- Lo agarraron los militares, y lo torturaron, a él y a otros compañeros suyos, que militaban juntos. Les hicieron de todo para que les den nombres de otros estudiantes. Él se tragó todo para que no cayeran más pibes. Le mataron en frente a todos sus amigos.
Pero todos, absolutamente todos, se quedaron quietos en el mismísimo instante en que escucharon, a lo lejos, el primer paso de un caminar aborcegado, dispar y firme.
Un paso leve, casi inaudible; el otro, pesado, sonoro y rotundo. Uno, DOS, uno, DOS.
Los pasos estaban cada vez más cerca. Si se estuvieran alejando hubiéramos empezado a burlarnos, a reírnos exageradamente de chistes sin mucho cerebro y con poquísima gracia, pero que servían para disipar un poco esa sensación de miedo o respeto que tanto nos avergonzaba admitir. Si se estuvieran alejando... Pero no.
Finalmente la puerta del salón se abrió, y entró un pie calzado con un zapato negro, brilloso, impecablemente lustrado, y con una plataforma un tanto más alta de lo normal. Luego ingresó el otro pie, con el otro zapato, cuya suela era más delgada. Y sobre esos zapatos dispares, un pantalón gris, planchadísimo, una camisa blanca escondida dentro de un pulóver negro con rombos grises y olor a lavandería; y una cara de tez blanca, fría y quebradiza, una pequeña boca de labios delgados y sangre coagulada, apretados en un gesto de silencio, como si no practicara con demasiada frecuencia esa cosa rara de hablar… Arriba, el pelo engominado, pulcramente peinado hacia un costado, resistiendo la edad que las arrugas de los ojos delataban, y la calvicie que las entradas en su frente prometían...
Y esos ojos… esos diminutos ojos negros, secos, apagados, bajo unas finas cejas; rectas, severas…
¿Cómo podía tener alguien una mirada así? ¿Qué podría haber hecho, qué podría pensar, qué podría desear con frecuencia para que toda su cara termine teniendo ese aspecto…?
Me daba asco. Siempre haciendo que la gente se apartara cuando él pasaba, o se callara, o se quedara quieta, o simplemente se incomodara; incluso si no estaban haciendo nada malo. Hasta los mismos profesores cambiaban de actitud cuando lo veían. Las sonrisas sinceras se transformaban, al verlo, en gestos de simple cortesía forzada.
Yo tenía buena conducta y me iba bastante bien en las materias, pero por más que no tenía nada por lo que me pudieran cagar a pedos, igual me ponía nervioso cuando empezaba a escuchar ese uno, DOS, uno, DOS…
Todo eso fue haciéndose más sospechoso cuando empecé a participar en la movida para que en mi escuela volviera a haber un centro de estudiantes. Fue ahí cundo se fueron dando situaciones en que él me miraba al pasar, con esos ojos de mierda y ese puto uno, DOS, uno, DOS…
Viejo alcahuete.
Un día estábamos en el salón con unos compañeros hablando con la preceptora, y por algún motivo que no me acuerdo, salió el tema de lo incómodos que nos hacía sentir el tipo. Era la primera vez que hablábamos de eso, no sólo con la preceptora, sino entre nosotros mismos, y eso que veníamos cursando juntos desde hacía varios años, además del hecho de que la mayoría de mis compañeros eran pibes muy curtidos por la vida, con mucha calle y sin demasiadas susceptibilidades. Hablar de esa cuestión me pareció preocupante, porque significaba que yo no era el único que pensaba estas cosas.
—Lo torturaron, chicos…- nos dijo- Lo agarraron los militares, y lo torturaron, a él y a otros compañeros suyos, que militaban juntos. Les hicieron de todo para que les den nombres de otros estudiantes. Él se tragó todo para que no cayeran más pibes. Le mataron en frente a todos sus amigos.
Ahora, que lo tenía de frente otra vez, sabiendo lo que sabía de él, pero dudando de si esos zapatos ortopédicos eran previos o posteriores a su secuestro, miré con otros ojos el pantalón planchadísimo, el pulóver con olor a lavandería, y esa boca de labios delgados...
y apretados
de tanto practicar
silencio...
y apretados
de tanto practicar
silencio...
Es joven y fachero; educado también, pero no francés. Se compra a las
pibas con sus sonrisas de dandy, y a las señoras con sus modales de tanguero.
Se ganó el respeto de sus colegas varones con su voz ronca de mecánico, y su
lomo de gimnasio. Es mucho de lo que varios quisieran llegar a ser, haber sido. Les cae bien a los más chicos,
por razones similares a las de los más grandes.
Es policía, sí, pero más bien de esos que parecen trabajar más para su
barrio que para sus jefes. Intervino en muchas situaciones jodidas, de
violencia, de injusticia, de peligro, ganándose así una reputación parecida a
la de un héroe… en el barrio. La gente se alegra de verlo pasar, de saludarlo;
disfrutan de hablar de él y lo que representa entre los vecinos… o al menos, de
ese aspecto de su vida…
Es que con cada nueva hazaña del señor policía, se van opacando cada vez
más los rumores y sospechas de su vida privada… Se opacan, pero nunca
desaparecen del todo.
Todos saben que su mujer la pasa muy mal, todo saben que la maltrata, que
la humilla, incluso en público; pero aparentemente nadie sabe si ese maltrato
llega a violencia física.
Y acá es cuando aparecen las diferentes opiniones:
“Entonces, que no se queje. Hay mujeres que la pasan mucho peor”,
“Todo ese disfraz de héroe esconde la basura de persona que realmente
es”,
“Si (ella) se queda con él, es porque le gusta”,
“(él) Hace todo lo que hace para lavarse un poco el cargo de conciencia
que tiene”,
“La tipa prefiere que la maltraten, pero nunca salir a laburar y hacerse
cargo de su vida”…
Algunas elevadas reflexiones psicológicas de los vecinos llegaron a
plantearse que en el fondo el señor policía detesta todo lo que sabe que
representa, porque toda esa fama es muy difícil de mantener, o que está muy
metido en el “qué dirán”; sabe que ese respeto y admiración los paga
sacrificando lo que en realidad le gustaría hacer. Y así, los sentimientos,
pensamientos y actitudes más feos, más hirientes, y también los más
autodestructivos, los más confusos, se quedan en el terreno más privado de su
vida, con pocos testigos y pocas víctimas… Pocos, pero severamente afectados.
Capaz que lo más parecido a cierto “consenso” entre los vecinos, es que
nadie es perfecto, y que con tantas cosas buenas que hace, se le pueden
perdonar algunas “sombras”…
Ya casi termino este texto, ya casi salvo al mundo con el humilde aporte
de un texto de mierda más flotando en la web. Ya puedo apretar Enter, ir al
perchero y ponerme mi disfraz y mi máscara y salir a criticar lo que los demás
hacen a puertas cerradas sin tomarse la cautela de borrar las evidencias
después. Ya puedo salir a la vida pública y apuntar con el dedo a los demás,
ignorando mis propios testigos y mis propias víctimas.
Hace algunos años, trasladaron al laburo a una mina nueva.
No era nueva, iba ser gerente; pero nosotros no la conocíamos. Nadie sabía
mucho... De hecho, ni siquiera sus ex compañeros del anterior local…
Era rara. Sí, “rara”, “extraña”, diferente, difícil de
clasificar…
La tipa era joven, de nuestra edad más o menos (21 o 22 años
por aquél entonces) y no justamente fea pero tampoco canónicamente linda. Pero
en todo lo que era agradable a la vista de ella había algo de forzado, de
fingido, de agregado, de artificial, plástico, incómodo, y caro… Era como si
toda su belleza, poca o mucha, fuera falsa y costosa.
Su pelo colorado no parecía natural, pero jamás de los
jamases tenía una mínima raíz del supuesto color original. Sus ojos celestes
eran dudosos, pero si eran lentes de contacto... no se los sacaba nunca; nunca de
los nuncas. Usaba ropa cara pero con un polémico criterio de combinación de
prendas y elección de colores. Era seductora, no siempre sutil pero jamás “excesivamente
entregada”. De rojo total, blanco total, negro total, y siempre exhibiendo algún
retazo de piel cercano a alguna “zona crítica”.
A las pibas no les caía bien. Los argumentos eran: “mal
gusto para vestirse”, “necesidad de llamar la atención todo el tiempo”, “se
hace la importante”,etc. “Se hace la colorada y debajo de todo el disfraz debe
haber una negra cualquiera”- escuché una vez. “Desde que llegó esa, los vagos
están re pelotudos”- fue uno de los comentarios más sinceros que hubo sobre el
tema y, uno de los más claros sobre el verdadero motivo de tanta indignación.
A los pibes, en cambio, no les importa mucho lo que la tipa
hacía, o no se daban cuenta. Ellos sólo interrumpían absolutamente cualquier
cosa que estuvieran haciendo y se arrimaban a verla llegar, en silencio, todos
juntos.
Pero Anita no le daba bola a nadie. Era simpática, pero distante;
amable pero un tanto melancólica; laburadora y callada. Capaz fuera cierto que
era un poco provocativa, pero a la vez también era bajo perfil…
Pero repentinamente corrió la noticia de que Anita había renunciado.
Los pibes, perplejos; las minas, felices.
Si bien nunca la vi muy contenta ni siquiera al menos cómoda con su
ascenso; tampoco esperé que
consiguiera un laburo mejor justo cuando le habían dado un ascenso… Dudé
incluso de que haya conseguido otro laburo…
Hace unos días, después de varios años, me crucé con una
chica en el bondi, de rasgos muy
parecidos a los de Anita, pero con pelo castaño oscuro, ojos marrones y
vestimenta muy casual, para nada ostentosa ni provocativa. La miré para
saludarla, pero parecía querer evitar que le vea la cara…
Miré para otro lado, la dejé tranquila, y me quedé pensando:
¿serás Anita…? ¿Y si sos Anita, qué cosas te pasarán por la mente?¿Por qué
serás tan reservada…? ¿Por qué no pude acercarme, ni siquiera yo que no te
juzgaba ni te acosaba…?
Definitivamente, cada persona es un mundo.





